miércoles, 8 de septiembre de 2010

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Hace tiempo, mucho tiempo, la señorita Estela de segundo grado me enseñó a escribir, no recuerdo bien como, cuando, por qué, ni tampoco si fue ella.

En honor a todas esas maestras de segundo grado, que se esforzaron por enseñarnos que llave se pronuncia lliave o por ese abrupto sonoro que emitían en los dictados para hacer evidente la tilde de ciertas palabras agudas, graves o esdrújulas, es que realizamos este ejercicio de libertad literaria.

Escribimos, opinamos y nos expresamos como queremos, porque podemos, pues hacemos un ejercicio consciente de nuestra propia libertad escritural, aceptando las particularidades de cada frase, en una democracia utópica de un pensamiento libertado.

Esta libertad es relativamente nueva y por falta de práctica, muchas veces decimos sin decir y callamos sin callar, por cuestiones meramente folklóricas o personales, metaforizaremos y utilizamos los lenguajes de de forma particularmente singular. Sin adherir a ninguna escuela literaria, ni haciendo eco de ninguna tendencia, sólo escribimos, traduciendo nuestras almas en las frías teclas de la tecnología, escribimos a kilómetros de distancia, como en una misma mesa, artistas de pensamiento libre

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